Pasaron días. Tenía que digerir. Maratón del Sáhara, qué excusa más buena. Una semana vivendo juto a una familia saharaui. Smara. Compartiendo? Quizá más bien recibiendo. Y dando menos. Llegamos un viernes que se convirtió en madrugada de sábado. Nos dan la bienvenida el frío del desierto y el calor de Aisha, la matriarca de una familia incontable. De nuestra familia. Y los tres tes, siempre tres: el de la vida, el del amor y el de la muerte, con sus sabores. El maratón fue el lunes. Desde El Aaiun hasta Samra, pasando por Auserd. Más o menos 42K a lo largo de la aridez, de la nada sin ser vacía. Carrera bella si la miras hacia dentro. Los últimos tres quilómetros un infierno de calor. Mientras, los saharauis, protegidos de su eterno Sol, nos contemplan desde el cerrojo de sus vestiduras. Sus manos alzadas a nuestro paso, con los dedos dibujando la V de una victoria, que anhelan o que ya poseen. Lo mío es más bien alegría de estar aquí.
Los días posteriores difuminan poco a poco la carrera. Nos damos cuenta que hemos venido no tanto para correr. Queremos saber y comprender como después de 35 años es posible seguir (sobre)viviendo. Respuestas no sé si hay muchas. Preguntas pocas. Y lo que queda... el respeto.
La despedida extraña. Como muchas otras cosas. Como este texto. Cómo se puede pasear por el desierto con guantes y botas de invierno?
TONIGLOBUS
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